Cae la noche sobre una muchedumbre llena de júbilo que se deja llevar por un afluente de sensaciones, estímulos, olores, ruidos… Los amasijos de hierro ven reflejados en ellos la sonrisas de pequeños y mayores así como todas esas luces de neón que se encargan de dar vida en la oscuridad. Estos elementos albergan en la finitud del recinto miles de situaciones diferentes, encuentros, enseñanzas… todo ello propiciado por la necesidad de evadirnos y recrearnos en un ambiente ocioso.
A vista de pájaro, nuestra mirada se detiene en una de las atracciones que no puede faltar en cualquier feria. “La casa del terror”. Una pareja de enamorados hace fila para disfrutar de este pasaje terrorífico; se dan la mano y sus miradas denotan intranquilidad, expectación; un nervioso “autogenerado”. La vela del farol que sostiene el autómata de la entrada ilumina sus rostros. El chico cierra los ojos durante unos segundos. Mientras, la chica echa un vistazo a su móvil y activa el modo avión. Un sonido metálico acompaña la apertura de la puerta en aquel umbral oscuro. Ambos se volvieron a mirar y comenzaron su andadura en aquellos pasillos con un paso tembloroso.
Mientras, en la otra punta del recinto, un niño tira de la chaqueta de su padre a la vez que le señala un puesto en el que hay que “peca’ paditos”. Es la primera vez que está en un sitio como ese y se siente bastante abrumado por todo lo que ve y siente. Aunque solo tiene 5 años, es consciente de que en algunas atracciones no se puede montar debido a su estatura. Le ha llamado la atención un cartel luminoso con un dibujo de Mickey Mouse y de Piolín. En él pone: “Péscalos. Premio seguro”. Él no sabe leer ni escribir, pero su padre sí. Este le da el visto bueno y se ponen manos en la caña. No le preocupa gastarse algo de calderilla con tal de ver a su hijo feliz. Tiene la seguridad de que se irá con un juguete y una sonrisa a casa.